Voy a ser mamá. Y, como cualquier madre primeriza, no sé todavía lo que eso significa. Por lo mientras, les comparto una reflexión sobre la mitad de este camino del embarazo.
No estaba en mis planes, cuando consideraba necesario planear las cosas. En ese entonces, a mis diecisiete años, pensaba que le dedicaría toda mi energía a un propósito en específico: el cine. Pero la vida es graciosa, pronto me encontré con otras maravillas. Viajar. Hacer amigos. Enamorarme. El cine nunca pasó a segundo plano, simplemente se volvió más complicado. Me enfoqué en otras cosas, que me han vuelto a traer, coincidentemente, a él. Ahora, con mucho más que decir, no sólo pensando en hacer cine, sino después de dedicarle muchos años de estudio. No de la técnica, sino de la raíz.
De la misma forma, la vida misma me ha vuelto a traer la pregunta sobre la maternidad. Ese placer humano de darle significado a todo a posteriori. Desde ahí veo mis Cabbage Patch Kids de la infancia. Un niño y una niña. Si doy la vuelta, me veo en la secundaria, en aquél día que visitaba una casa cuna, cuando una niña me dijo “mamá”. Mismos años en los que tuve que cuidar de un huevo, al que le dibujé sus ojos y boquita. Ocurrencias escolares de las maestras que piensan que así podemos entender sobre la responsabilidad parental. Quizás, en realidad era una práctica para el transporte de objetos delicados. Allá al fondo, me escucho anunciándole a mi madre que no tendría hijos. “Nunca jamás”. Que extraño es pensar que puedes expresar palabras, sin saber el eco que dejan tras de sí. Ahí en el engaño capitalista, de que se puede encontrar el sentido, sólo de una forma específica. Madame Joseline, quien vivió la vida que yo quería vivir, tenía un hijo ya grande, que había dejado el nido. Las parejas sin hijos tienen Play Station y cenan pasta con vino. “Mi vida empezará a los treinta, a los veinte veré qué hago”. Y aún, me reía con Andrea, mi ahijada, tirando Barbies por el barandal. Entré a trabajar dos semanas entre niños, para terminar renunciando a causa de los adultos. El sueño era pedir trabajo en mi antiguo jardín de niños, o en mi primaria, de maestra de inglés en lo que averiguaba como irme del país. Ya no existen la una ni la otra. Mientras tanto, escribí una tesis sobre Bergman, idea que surgiría cuando veía que sus personajes deambulaban también con la pregunta ¿Ser o no ser? “No te proyectes”, me dijo mi asesor de aquel entonces. “Suecia es el lugar ideal para tener hijos”. Y no lo fue. No nos alcanzaba para más allá de nosotros mismos. Lagom le dicen. “Lo voy a pensar”, le dije a mi madre. La enfermedad. La muerte, una, dos…tres. No siempre estarán ellos con nosotros. El ovario poliquístico. “¿Cuándo supiste que estabas lista para tener hijos?”.
Lo malo de tener buena memoria es saber que, si algo te caracteriza, es la falta de congruencia. Lo bueno de tener buena memoria, es saber que no eres la única.
No sabía, a ciencia cierta, qué tan complicado sería intentar tener un hijo. La única recomendación médica que tuve fue tomar ácido fólico tres meses antes de empezar a intentarlo. Religiosamente, así fue. Pensamos que tomaría mucho tiempo. Pensaba que podría concluir mi maestría y, en una de esas, hasta el programa de islandés. Una vez más, nada fue como lo pensamos. Y eso ha sido parte de la magia que nos hace creyentes. Un significado en todo esto. Contrario a lo que se dice, la probabilidad de las coincidencias.
La rapidez con la que ha pasado todo, poco tiempo me ha dado de sentarme a repensar lo que sucede. Y aquí estoy, disfrutando de entre pataditas, las ganas de comerme un melón de postre, mientras sonrío en mi ignorancia. Cuento las horas para poder ver a mi bebé por primera vez. En algún momento, el nunca jamás se volvió un futuro posible. Quizás la edad. Quizás el deseo, ¿el contexto? O la curiosidad que mató al gato.
A veces pienso que son las ganas de reafirmar lo que siempre he sabido de mí: absolutamente nada.