El espacio público y la infancia

Parque en Kópavogur

Este texto lo escribí durante el descanso del sitio, por eso tiene algunas partes que no tienen sentido en la fecha de publicación. Disculpen las molestias que eso pueda causar.

El verano, aquel que he estado anhelando por meses, al parecer venía muy pero muy atrasado. Los días de agosto han sido mucho más calurosos, frescos, de esos días en los que el clima es la excusa perfecta para beber una buena cerveza. Oigan, a falta de playa mínimo una silla en el balcón. Pero lo que le llaman verano, digamos, político, aquel del calendario, ya se ha ido. Estamos ya casi en septiembre, para nosotros, mes de la patria, para ellos mes de escuela y retornos. En realidad todo el merequetengue empieza desde agosto, pero se asienta más en septiembre.

Pero, ahora que la chamacada ha regresado a clases, las calles vuelven a estar desoladas por las mañanas. He de decir, los niños me dan gracia, se aprende mucho de ellos. Pero, no todo son blancos y negros, y en los muy negros, están los niños que, absortos en sus mundos infantiles, caminan sin fijarse, se cruzan las calles cual borrego, corren en los centros comerciales y terminan estampándose con tus delicadas bolsas en dónde traes objetos de vidrio. Maleducadamente, ni se inmutan y continúan corriendo. Parecería que eres tú quien debería de hacerse a un lado. Aquellos niños ruidosos y berrinchudos, que insisten a sus visiblemente cansados padres, que quieren algo de la tienda y en su tiranía yoista, lloran inconsolables, mientras que a los pobres padres no les queda más que ceder, ante la mirada incrédula de los que los vemos cómo un recordatorio del uso del preservativo.

Por otra parte, están los ya más grandes pero aún menores de edad, los abominables adolescentes. Tal vez no sepan, amigos lectores, pero en Islandia desde los 16 años puedes empezar a trabajar. Hay quienes en internet preguntan, qué sucede en Islandia, por qué hay tantos adolescentes trabajando, lo cual es gracioso, porque a simple vista pareciera un programa de readaptación social. La mayoría, quiero suponer, no lo hace en sí por la necesidad de sacar a su familia adelante, sino para poder solventar los costes de la vida moderna, o bien, pagar en un futuro sus estudios universitarios. Los adolescentes islandeses aspiran a puestos en tiendas, labores de jardinería o cualquier trabajo que no requiera grandes habilidades o alguna preparación académica. Uno pensaría que, desde temprana edad ya se van haciendo de ética profesional y gran actitud de servicio, pero no hace falta más que ir a Byko (una tienda tipo The Home Depot) y ver a los boomers desesperados a punto de explotar por la indiferencia e ineficiencia de los pequeños asalariados. ¿Pero qué te puedes esperar? Si ahorita, cuando las hormonas estallan, y la cabeza piensa en ligue, el jabón para el acné y el siguiente Tik Tok que los hará famosos. Suposiciones mías, o de qué otra forma explicas la cara de pocos amigos que le hacen al señor que les está pidiendo el cambio de un producto, debe ser cualquier cosa, menos la calidad de tu servicio.

En su propuesta de La ciudad de los niños (La cittá dei bambini), señala la importancia que tiene que los espacios estén diseñados tomando en cuenta el desarrollo del infante, asegurando que “una ciudad adecuada a los niños, es una ciudad adecuada para todos”.

Pese a todo, me da gusto, porque los veo conformando su propia identidad frente al mundo, mientras lo conocen y lo habitan. Y eso me ha puesto a pensar en el espacio público y la infancia. Un saludo para Habermas. Para los griegos, el espacio público (ágora) era conferido únicamente a los hombres libres (ciudadanos), poco a poco, las cosas cambiaron, tras cientos de años, guerras, una declaración universal de los derechos del hombre, la abolición de la esclavitud y los movimientos feministas , que nos dotaron de un ápice de pertenencia a lo que antes era de uso exclusivo para el Hombre Blanco Privilegiado ™. Pero como toda vecina berrinchuda diría ¿y los niños? ¿Quién piensa en las criaturas?

En la reflexión me encontré con una bonita propuesta por Francesco Tonucci, quien indicaba la problemática en la configuración de las ciudades sin la presencia de aquellos que no son trabajadores (por lo tanto, no productivos). En su propuesta de La ciudad de los niños (La cittá dei bambini), señala la importancia que tiene que los espacios estén diseñados tomando en cuenta el desarrollo del infante, asegurando que “una ciudad adecuada a los niños, es una ciudad adecuada para todos”. Y pues por supuesto que no voy ahondar en todo el concepto que propone, pero me dio tela para comenzar a pensar en la configuración de los espacios aquí en Islandia. Sobre todo en que los patios de los colegios y escuelas, no tienen bardas, y los niños suelen reunirse ahí, por las tardes. El espacio público es también de ellos, en este acuerdo implícito de que nos cuidamos entre todos, en el que la educación y el desarrollo de los niños, es responsabilidad de la comunidad, no sólo del núcleo familiar, y que ellos tienen el derecho de apropiarse de él, así como todos los adultos, sean o no trabajadores.

Por supuesto que recordé mi propia infancia. En la que no podía disponer más que de los límites marcados por mi casa y la escuela. Ni siquiera sus alrededores, porque más allá de los muros, era tierra hostil. Mi calle, fue un jardín de niños que doblaba como estancia infantil, ayudando a padres y madres que trabajaban después de las dos y media, como era el caso de mis padres. Y de esas utopías en las que podía conocer el mundo así, sin mecate, era aquel parque de diversiones, del que no haré mención pero seguro lo conocen. Hoy la estancia infantil, aquella que me formó y me dio el placebo de las diversiones de calle, ha cerrado sus puertas. La nostalgia es inevitable, pese a lo mucho que renegaba del lugar. Y ahora en el confinamiento, en el que sé de los niños que aún no pueden regresar, al menos, a los espacios en los que pueden esparcirse, me llena de tristeza.

Ojalá podamos replantear, en la llamada nueva normalidad, un regreso que incluya en las calles, a las siguientes generaciones. Ojalá pudiera ver sin extrañeza la libertad con la que los niños se desplazan. Ojalá los patios de las escuelas no estuvieran limitados a sus horas de clases, y que, por las tardes, se abarrotaran de niños que juegan, sin muros, sin límites.

Ojalá

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