Los rumbos de la nueva casa de mis padres, no son necesariamente mis rumbos. Como chilanga, me he movido por varios lados, pero hay una zona en la que gravito más: el sur de la Ciudad de México. Pese a todo, esta otra parte no me es del todo ajena. Suena a lo lejos una cumbia sabrosona: de Iztapalapa para el mundo.
Ahí, a pocos minutos de su centro, entre las calles por donde pasan la procesión que representa la Pasión de Cristo, muy cerca del Cerro de la Estrella, son los nuevos rumbos que nos hospedan. Mismos que me vieron crecer, cada que visitaba a la que, entonces, llamaba “casa de mi Nana”. Iztapalapa se caracteriza por muchas cosas, buenas y malas. Aquí no le voy a hablar de lo malo, sino de lo elemental: la comida. México es una experiencia gastronómica en sí mismo, podrías dedicarte sólo a pasear el paladar y, seguramente, tus vacaciones serían bastante satisfactorias. Para mí, tras pasar mucho tiempo fuera, regresar a la Ciudad es para devorarla completa. De un sólo bocado.
Pocas cosas en esta vida son tan maravillosas y completas, como lo son los huaraches. Una suela hecha de masa con frijoles, bien doradita. Ya sea que elijas pollo, bistec o longaniza, con su salsa, queso y cebolla. Un manjar de los mismísimos dioses. Hay muchos alimentos de los que he escuchado que la gente extraña cuando está fuera de México. Sí, los tacos son uno de los más sonados. Personalmente, si se me llegan a antojar los tacos, son los de suadero. Desde niña, lo que ordeno de manera religiosa: seis de suadero, con todo y salsa verde. Póngame dos cebollitas, para el aliento. Cuando visitaba provincia, mis padres me decían que la “asada” era como el suadero. Nunca. El suadero es grasoso, doradito, quizás una carne más barata, y por ende, más citadina, más del “de efe”. A los tacos que venden en Islandia, les falta barrio, grasa y mugre de la intemperie.
Desde que llego a Iztapalapa, loza en el agua, me dedico a degustar cuanta garnacha se me atraviesa. Mi familia se sorprende, pues lo que más se me antoja es la comida de las fondas. Un buen mole. Unas tiritas de queso. Un agua de guayaba. Iztapalapa tiene eso y más. Tiene a los huaraches a la vuelta de la esquina. Y desde la otra esquina (y sin límite de tiempo), me encuentro con las quesadillas de tortilla azul, las mismas que me empacaba con mi Nana y mi tía los fines de semana de mi infancia. Lo que se me antoja son los sabores de la nostalgia. El sabor de la memoria. De las pizzas mexicanas que les quitaba todo, para comerme el jamón (y que con el tiempo fui dejando ingredientes hasta poder comerlo todo); de los tacos de canasta que me acompañaron en la facultad; el atún de mi papá; las sopas de mi mamá; la cochinita de mi tía; las milanesas de mi Tata; el ceviche de casa de mi abuela; el pollo en salsa verde; la barbacoa de los domingos; el pollo que un día mal llamé “del señor sabroso” y así lo apodamos…
Durante mi estancia comí más huaraches de los que debería. Cada uno me sabe a gloria. En cada mordida, suelto raíces que perforan la tierra. Las mismas que me harán volver cuantas veces sean necesarias. Llenando el estómago de anécdotas, risas, y lágrimas.
Y con mucha salsa de la que pica.
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