Corría el inicio del año 2014. Había optado por invertir mi dinero en un viaje a un sólo lugar, que en un recorrido a varios países de Europa. Era la primera vez que pisaba tierra islandesa. Para ese entonces era debut y despedida, puesto que al ver los precios de las cosas que van a cifras estratosféricas para comer una hamburguesa, me dio la certeza que nunca regresaría o al menos no pronto.
Por lo tanto, al ser mi primera y última vez, tenía todos los sentidos y los órganos de mi ser en modo de recibir y guardar cuanta información me cupiese. Aún puedo oler el aire de Keflavik cuando recién llegué, sentir el viento que perforaba mi cara cuando salimos del aeropuerto y, si cierro los ojos, puedo ver la oscuridad invernal que dibuja la nada en medio de la más nada volcánica.
Llegamos en un vuelo nocturno, habíamos estado deambulando en las calles de Copenhague, antes de llegar al aeropuerto, justo para hacer tiempo. El sudor a flor de piel, aquel de levantarse temprano, de casi perder el tren, del trajín, de la conexión que siempre sí perdimos, de la espera, de la caminata bajo el nulo sol danés, de la subida de maletas, de pasar por seguridad, el de la señorita de Wow Air pidiendo que pusiéramos todas nuestras pertenencias en la diminuta maleta, el sudor de traer dos suéteres para que todo me cupiera, el del vuelo. Todo ese sudor tenía que ser erradicado. Pasamos a un supermercado, el del cochinito pintoresco, compramos unos sandwiches para saciar el hambre, shampoo y jabón que compartiría con mi amiga brasileña.
Luego a la casa de la familia de mi -entonces- amigoislandés, cenamos, cotorreamos un tanto. Nos mostró nuestra habitación por los siguientes cinco días y luego, ¡a bañar se ha dicho! Recuerdo la botella, era un shampoo semi barato, de un verde chillón, olía a lo que huelen los shampoos baratos, a una especie de Salvo o Jabón Rosita. Abro la regadera, para este entonces ya estaba acostumbrada al sistema europeo de las llaves, una para la intensidad, otra para la temperatura. Sin embargo, esta se calienta extraordinariamente rápido.
Un dato innecesario: mi familia me conoce como la niña que se baña con el agua pela pollos. Me fascina un buen regaderazo con el agua hirviendo.
Y ese día estaba, por primera vez, en la tierra de las aguas pela pollos. Me lavaba el cabello, de pronto, me llegó un olor penetrante, al principio no sabía bien qué era, así que no le di importancia. Y continúe con mi noche.Al segundo día, en mi segundo baño, el olor era mayor. Había notado que mi cabello parecía distinto, como si se hubiese fortalecido de alguna forma. Parecía, incluso, como un gran manojo de cables, pero el olor estaba ahí. Nauseabundo, sulfúrico. Para el tercer día, mi amiga regresó de su baño desesperada. “Oye, ¿qué piensas del shampoo?” me cuestionó con toalla en mano, “No sé, pero me da un olor muy feo en la regadera”, abrió los ojos lo más que pudo, debajo de sus enormes gafas
“¡A mi igual!, pero, sabes, creo que es el agua”.
EL AGUA ¿A quién se le hubiera ocurrido?
Ambas veníamos de contextos muy similares. Un regaderazo en la ciudad de México, o en Belém probablemente vienen con las mismas indicaciones y manuales de uso. Por lo que para las dos, el olor a azufre del agua con la que uno se baña es una pésima mala señal. Con todas nuestras sospechas, y nuestra nula experiencia en plomería, fuimos a preguntarle a nuestro anfitrión. Se empezó a reír, y nos dijo, “sí, es el agua caliente, así huele el agua termal”. Y fue entonces, amigos míos, que me sentí estúpida pensando que el shampoo de baja calidad estaba dándole la vitalidad perdida a mi pelaje, pensando que tenían las tuberías oxidadas, o con alguna especie de defecto en la cañería.
Pero no, el agua caliente en Islandia huele a huevo
Como dato curioso, después del tercero o cuarto día, ya no lo hueles y te acostumbras. Y entre más pasa el tiempo, menos lo percibes. Aún así, mis sentidos retuvieron en mi memoria el olor de mi primer regaderazo a la islandesa.