Llevo viviendo ya en Islandia aproximadamente nueve meses. Recién comenzaba la situación de la pandemia, cuando un día me cayó el veinte de que me empezaba a adaptar a la nueva realidad. Para alguien con nula percepción geográfica, ya me estaba empezando a orientar dentro de mis nuevos rumbos. Y había comenzado nuevas rutinas. Entre ellas las de ir a trabajar. Mi trabajo, no lo catalogaría como indispensable, pero es parte de un lugar fundamental dentro de esta crisis. Y por ello no he dejado de laborar a lo largo de estas fechas. El primer mes pasó, en el que mi enfoque era más el entender lo que tenía que hacer, que el de estar poniendo atención a las minucias de la vida. Pero ya estamos en abril. Abril, época que para mi vida en México significaba más calor y, sobre todo, la celebración de casi toda mi familia. Pastel, comidas, y más pastel. En Suecia, este mes marcaba las fechas en las que el sol salía con ganas, y con él, la gente volvía a aglomerarse en las calles, los cafés o aunque sea en las bancas a tomar los rayos de los que habíamos sido privados desde octubre.
En Islandia, las cosas han sido distintas. Si bien, es cierto que desde febrero hemos tenido días bastante agradables, en las que el sol sale, y el cielo está despejado, también hemos tenido días grises, nublados, nevando, lloviznando, con vientos furiosos, de aguanieve… la lista sigue.Tal vez no sea de conocimiento de muchos, pero Islandia tiende a un clima errático, cambiando de verano a invierno en un sólo día. Al menos, el frío, según mi poca experiencia aquí, es más llevadero que en Suecia.
Lo cual no significa que puedo andar ya de vestido y chanclas a la menor provocación de unos 10°C. Y por supuesto que no tolero en absoluto estar dentro de algún lugar en el que sienta frío. Las manos se me entumen, empiezo a tener tos y estornudos. Toda esta justificación es para contar que me es fastidiosa la necesidad islandesa por abrir las ventanas. Me explico.
En donde trabajo hay unas enormes ventanas que se abren únicamente de una zona pequeñita. El edificio, tengo entendido, fue construido para otros fines, al parecer un taller para elaborar ataúdes. Hay una zona común, por llamar de alguna forma al área donde están las computadoras, la mayoría del tiempo, trabajamos ahí. Y otras zonas donde están miles de archivos. Esas zonas, que uno pensarían son las más frías (al menos a simple vista se ve así, la tumba del trabajo Godínez), son de hecho mucho más cálidas, por aquella necesidad imperiosa que tienen mis compañeros de ventilar el área común.
A. es igual. El termostato del departamento está programado para replicar el de México. Por lo que, de pronto, mi calorcito tiene que dar chance a la circulación del aire. Abrimos el balcón y la ventana del cuarto. La cortina reniega bailoteando en el vacío que se crea. No pasan ni cinco minutos para que A. tuviera suficiente. A veces por el frío, la mayoría porque el viento quiere arrancar la puerta del balcón.
De vuelta a mi trabajo. Estoy en la computadora asignada, que para mi desgracia está a lado de la ventana. De nuevo el aire. De nuevo mi tos. De nuevo un estornudo. Suficiente para cerrarla.