Llegamos a Islandia el 17 de agosto. El sol todavía se quedaba un rato por las noches, como lo hace cada verano. El paisaje aún verdoso, los días todavía soleados. Ahora, ya se ven las montañas nevadas, las calles se enfrían y el viento azota todo lo que hay en su paso.
Comenzamos una nueva rutina. Una que incluía más visitas al gimnasio y las dosis de vitaminas para soportar el invierno venidero. Nuestro nuevo cotidiano empieza a tener forma.
El reconocer las calles, saber en cuál izquierda hay que dar vuelta, que a partir de aquel puente verde ya le llaman Kópavogur y en dónde frenar porque siempre cruzan niños despistados. Familiarizarme con mis nuevos rumbos.
Encontrar distintos restaurantes, tener un platillo que se vuelve mi nuevo favorito, probar ingredientes, sufrir por los antojos que no puedo saciar. Alegrarme por cosas que “dan el gatazo”. Descubrir una salsa de tomate para unos chilaquiles, la marca de tortillas que sí sabe a tortilla y los ingredientes necesarios para hacer un trompo al pastor.
Reencontrarme con amigos del pasado, celebrar las nuevas amistades. Los primeros rechazos, los primeros miedos. La frustración de entender todo lo que me dicen y no poder contestar nada, como si me cosieran la boca. Desconocer costumbres, cuestionarme.